De villana a reina consorte: Camila, el amor a prueba de todo de Carlos III
¿Qué se puede escribir del amor entre el príncipe Carlos y Camila que todavía no se haya escrito? ¿Qué se puede contar de esta historia de amor que parece haber sido imaginada por los guionistas de The Crown? ¿Qué se puede descubrir cuando se conoce casi todo de esta pareja de royals? ¿Qué escollos, problemas, dudas, postergaciones y acusaciones que afrontaron queda por contar? La novela del príncipe ninguneado y la plebeya impopular hoy viró a la historia de amor de un hombre con una mujer. Una de esas historias que ya no seducen tanto a la prensa sensacionalista de los tabloides, pero que son las mejores para protagonizar. Mucho más cuando esa mujer se convirtió, finalmente, en reina consorte por la muerte de Isabel II y la conversión del príncipe en Carlos III de Inglaterra.
Carlos y Camila Parker Bowles cumplieron en abril pasado 17 años de casados y medio siglo de amantes. Se conocieron en 1970. Carlos -el nuevo rey- tímido, recatado –para algunos aburrido- quedó encantado con esa joven sin una belleza rutilante pero con la que compartía la pasión por la caza, el polo, la cultura y la jardinería pero sobre todo lo hacía reír y sentir un hombre normal. Se transformaron en “amigos con derechos”. Él solía visitarla en su departamento del barrio de Belgravia y ella en su mansión de Broadlands. Lo que parecía una relación fugaz se convirtió en un vínculo fuerte. Se enamoraron, sin embargo el matrimonio era imposible.
No había terceros en discordia sino algo tan insalvable como obsoleto. Según las reglas de la realeza, el heredero al trono debía elegir a una mujer que supiera cruzar los pies con decoro, tomar el cubierto correcto, usar las palabras adecuadas en una conversación entre royals, aceptara llamarlo “Sir” y no Charles hasta el día de la boda, y sobre todo y principal fuera virgen. Este requisito que en el medioevo sin pruebas de ADN ni métodos anticonceptivos sería muy útil, a fines del siglo XX además de insólito y anticuado era inviable. Camilla –como casi todas las mujeres- hacía rato que no lo cumplía y Carlos lo había comprobado.
En enero de 1973, Carlos se embarcó para pasar ocho meses con la Royal Navy. En marzo recibió una carta: su amigovia le avisaba que se casaba con Andrew Parker Bowles. Carlos quedó destrozado. “Teníamos una relación tan agradable y bonita”, le escribió a su tío Lord Mountbatten. “Yo pensaba que duraría para siempre”. Lo que en ese momento fue un deseo, el tiempo lo transformó en profecía.
Lejos de la mujer que amaba, Carlos tuvo relaciones con mujeres de la nobleza como Lady Caroline Percy, con actrices como Susan George y modelos como Fiona Watson. También soportó un par de golpes al ego. Carolina de Mónaco lo rechazó por aburrido y la royal Amanda Knatchbull rehusó su propuesta matrimonial con un “No quiero ese título, ya tengo uno, gracias”.
Después de su boda, el 4 de julio de 1973, Camilla Shand, ahora Parker Bowles tampoco encontró el paraíso. Su esposo era un hombre entrador y pintón que desconocía el concepto fidelidad. La discreción tampoco era su fuerte, solía mantener relaciones con mujeres de la alta sociedad, en su mayoría amigas y conocidas de su esposa. Tanto que según cuentan en una cena de sociedad una mujer se acercó y le preguntó: “Andrew, ¿hay algo mal conmigo? Soy amiga de Camilla y no te me has insinuado”.
En 1974 nació Tom Parker Bowles y en una decisión entre inentendible y peligrosa, Carlos fue elegido como padrino. Los Parker Bowles pasaban tiempo con la familia real. Andrew entretenía a la reina con su charla mientras su esposa se entretenía con el hijo.
El tiempo pasaba y al heredero lo presionaban para encontrar una esposa. Apareció Lady Di, esa joven de 19 años, dulce, tímida, sin pergaminos académicos pero sí títulos nobiliarios y sobre todo, de himen intacto.
Diana soñaba con su hermosa boda cuando descubrió a su futuro esposo hablando por teléfono con una dulzura inusual con una tal… Camilla. Lo increpó con educación y él le contestó que era “una amiga íntima” y le aseguró que esa relación había terminado.
Dicen que el día antes de la boda real hubo tres grandes llantos. El del príncipe porque no se podía casar con Camilla, el de Camilla porque se casaba el príncipe y el de Diana porque Camilla seguía en la vida del príncipe.
El matrimonio de Carlos comenzó por obligación y así siguió. El de Camilla, no iba mejor. No se sabe si ella lo buscó porque estaba triste o si él la llamó porque estaba angustiado. Según la biografía oficial de Carlos, en el 86 Camilla y él volvieron a ser amantes, según “las malas lenguas” nunca habían dejado de serlo.
A Camilla no le molestaba ser la amante en la sombra. Libre, no anhelaba ser reina ni figurar. Para poder seguir viendo a la mujer que amaba, Carlos contó con la ayuda de algunos cómplices. Sus ayudantes deshabilitaban el sistema de alarma o deshacían su cama para que pareciera que había dormido en su habitación. Solía visitar a Camilla de noche y volver al amanecer le valió el apodo de “príncipe de las tinieblas”.
La situación de los amantes no era desconocida para sus parejas. Parker Bowles la aceptó, al fin de cuentas le daban un poco de su propia medicina. Pero Diana no estaba dispuesta a un matrimonio de a tres –como ella misma lo definió- y comenzó a vivir sus propias aventuras extramatrimoniales.
Ante los ojos de los británicos, la figura de Diana se acrecentaba. La dulce princesa convirtió su osamenta en corona. Camilla se convirtió en la persona más odiada del Reino Unido que representaba una especie de “encarnación del mal”. Para una sociedad acostumbrada a juzgar por estereotipos de belleza, su apariencia tampoco ayudaba. Al lado de Diana, tan bella y angelical, Camilla solo parecía “una mujer común”. La tildaban de bruja, roba maridos y rottweiler entre otros calificativos todos odiosos, ninguno empático.
“Me sentía prisionera en mi propia casa”, recordaría la duquesa de ese tiempo cuando su nombre ocupaba todos los tabloides. “Fue horrible”, especialmente por el hecho de que “no tenía dónde ir” debido a que fuese donde fuese la señalaban con el dedo. Este dolor fue tal que reconoció: “No se lo desearía ni a mi peor enemigo”.
El 1995 Camila decidió divorciarse de su esposo. Al año siguiente Carlos dejó a Diana. ¿Coincidencia, hartazgo, casualidad? Algo de eso o todo eso junto. Parecía que por fin los amantes malditos podrían estar juntos. Pero el 31 de agosto de 1997, Diana murió en un accidente de coche en París y se transformó en mito. Los británicos se solidarizaron con ese príncipe que se tuvo que hacer cargo de dos preadolescentes, pero como ex esposo no lo perdonaron.
Ocho años después de la muerte de Diana y 35 después del primer encuentro, los amantes malditos, los amantes secretos pudieron casarse y esta vez sí lo hacían por amor.
Claro que tratándose de ellos, nada podía ser sin escollos. Cuando ya tenían acordada la fecha de boda, luego de una larga agonía falleció el papa Juan Pablo II. “En señal de respeto, su alteza real el príncipe de Gales y la señora Parker-Bowles han decidido posponer su boda hasta el sábado próximo”, señaló un comunicado Clarence House.
El problema fue que para ese sábado otras tres parejas ya habían reservado los mejores horarios de la sala del Ayuntamiento de Windsor. El príncipe tenía coronita pero decidió no presionar y aceptó celebrar la ceremonia a media mañana. Al escollo de horario se le agregó otro presupuestario: la seguridad en el castillo de Windsor, donde se realizó la fiesta tras el casamiento civil, demandó dos millones de dólares extras para pagar la extensión horaria a cientos de agentes.
La boda fue íntima y discreta. La reina no asistió al civil pero si participó de la bendición que realizó el arzobispo de Canterbury y el banquete de festejo.
Ya casados, un nuevo contratiempo. Al día siguiente de la boda, falleció Rainiero de Mónaco, lo que casi les interrumpe la luna de miel. Carlos era el encargado de asistir a los funerales de otros royals, pero esta vez la reina decidió ser más madre que monarca y lo mandó al príncipe Andrés.
Desde entonces el matrimonio parece ser un ejemplo del “junto pero no revueltos”. El príncipe suele pasar largas temporadas en Clarence House cuidando de la granja, leyendo, gestionando sus organizaciones benéficas y disfrutando de su “espléndido aislamiento”. Camilla prefiere quedarse en una casa a 45 kilómetros, disfrutando de sus nietos. Comparten fines de semana, viajes y actividades protocolares. En la residencia cada uno duerme en su cuarto y cuentan con una tercera habitación donde coinciden cuando tienen ganas.
Para algunos es una demostración de que ser esposos es mucho más aburrido que ser amantes. Otros ven una relación madura y libre, basada en el respeto mutuo entre dos seres que se eligen y no se imponen.
Camilla logró dejar de ser vista como la amante para ser considerada una figura central de la familia real británica. Siempre mostró que se enamoró de Carlos y no del príncipe. Desde el día de su casamiento anunció que cuando el eterno heredero ascendiera al trono, ella no asumiría el título de reina consorte, sino que se la conocería como la princesa consorte. Tampoco aceptó el título de princesa de Gales y prefirió el de duquesa de Cornualles de menor jerarquía, pero también menor pasado simbólico.
La discreción de Camilla, el genuino amor que se profesan con Carlos lograron que la duquesa haya pasado de encabezar la lista de “las más odiadas de la realeza” a la de “las más queridas”. Los británicos aprendieron a querer a esa mujer de personalidad arrolladora, cercana, buena conversadora, cálida, amigable y con un gran sentido del humor. Su risa contagia a los demás. Valga esta anécdota, cuando la actriz Elaine Stritch le lanzó un “te ves fantástica”, Camilla le respondió “necesitas anteojos”. Lejos del rol de madrasta malvada, el príncipe Harry declaró que Camilla era “una mujer maravillosa” que había hecho muy feliz a su padre.
Hasta la reina Isabel -antes de su muerte- había cambiado su opinión. Hace poco afirmó que era su “sincero deseo” que su nuera sea reina consorte “cuando llegue ese momento”. Así estatus de Camilla quedó validado y su papel como compañera legítima de Carlos, sellado.
A más de 17 años de su boda y sabiendo que será quien lo acompañe en sus años como rey, Carlos es uno de los privilegiados que puede repetir la frase de Chesterton: “Dichosos los hombres que aman a la mujer que se casan, pero más dichoso aquel que ama a la mujer con la que está casado”.
Fuente: infobae.com